My tears are like the quiet drift of petals from some magic rose and all my grief flows from the rift of unremembered skies and snows. I think that if I touched the earth, it would crumble; It is so sad and beautiful, so tremulously like a dream ....(Dylan Thomas)

Monday, April 17, 2006

El círculo se cierra

Mi padre no es aficionado a pescar. Me encantaría iniciar este relato de manera contraria, pero mentiría: nunca lo he visto empuñar una caña. Mi afición por esta actividad se debe a lo que podríamos llamar “las vueltas de la vida”, o algo así, aunque suene a lugar común.

A sus casi sesenta años, no tiene idea de leaders, tippets y otros. ¿Moscas? – ni hablar: dificulto que sea capaz de distinguir una Woolly Bugger de una Adams, o una ninfa de una seca. Aún así, y que me perdonen mis amigos pescadores compañeros de tantas historias, mi padre es el mejor compañero de pesca que he tenido.

Hace años, cuando mi edad aún se alcanzaba a contar con los dedos de las manos, recuerdo un gran paseo organizado con semanas de anticipación. Lugar: Cerro Alvarado, vecino del Manquehue. Integrantes de la expedición: Mi padre, mi hermano y yo. En esa oportunidad, debimos cruzar un puente colgante en lamentable estado sobre el río Mapocho. Tardamos casi toda la mañana en llegar a la cumbre y una vez allí, sentados, admiramos la vista que, con bastante menos porquerías suspendidas en el aire que lo que actualmente tenemos, se nos ofrecía. Satisfechos y extenuados, comenzamos a regresar.

Los débiles músculos de niños que en esa época éramos, ya no daban más. Fue entonces que papá, con una tremenda paciencia y una fuerza extraordinaria a nuestros ojos, nos cargó alternadamente en sus espaldas a mi hermano y a mí, haciendo innumerables pausas para permitirnos descansar (hoy suponemos que también se permitía el propio descanso). Sus palabras de aliento y su mano oportuna a la hora de dar un paso difícil, son algo que un cuarto de siglo después, me ha sido imposible olvidar.

Hace algunos veranos, mi mujer y yo decidimos invitar a mis padres a pasar dos semanas en Panguipulli. Oportunidad más que propicia para arrancarme a dar rienda suelta a la pasión (¿enfermedad?) poco entendible para quien no haya estado frente a la quietud de un río con una caña en mano. Todo perfecto: autos separados, ropa para toda ocasión, juguetes, coche, andador y mamaderas de Matías y, en algún rincón que por milagro sobró en el pick up de la camioneta, mi caña regalona, wader y toda la parafernalia típica de los pescadores. Ochocientos kilómetros más allá nos esperaba una cómoda cabaña a orillas del lago inmortalizado por aquella majadera cueca que escuchamos todos los años en fiestas patrias.

Tras un par de salidas de medio día sin resultado alguno (apenas un par de picadas insignificantes), mi ánimo y – por qué no decirlo – mi orgullo de pescador andaban por el suelo. En esos momentos (creo que todo pescador los ha vivido), vienen las crisis existenciales: “¿serviré para esta cuestión?”, “todo lo que he gastado en equipo y ¡nada!”. Recordé entonces haber leído en la red sobre el mítico río Hua Hum. Mapa en mano, observé que no distaba mucho, pues tendría que conducir menos de 100 km y cruzar en barcaza (sólo dos salidas diarias) el lago Pirihueico. Tras algunas averiguaciones de horarios y tarifas de la barcaza, la decisión estaba tomada.

Cuando comuniqué a mi familia el próximo destino, estaba claro que las mujeres preferirían quedarse “de guata al sol” en alguna playa cercana. Por añadidura, Matías, que apenas tenía diez meses, se quedaría con ellas. No así mi padre, cuyo rostro inmediatamente se iluminó y pronunció las palabras mágicas: “¿Cuándo vamos?”.

A las seis de la mañana se acercó a mi cama y tal como hacía cuando yo era un escolar (bueno, reconozco que incluso lo hace aún, que por esas cosas de la vida he vuelto a casa de mis padres), me sacudió suavemente para despertarme. Aún no aclaraba del todo y ya estábamos rumbo a Puerto Fuy. El pavimento terminaba a unos diez kilómetros y durante los siguientes avanzamos sin problemas por una ruta ripiada en reparaciones. ¿Sin problemas dije?...¡ja! eso creíamos hasta que llegamos al puente sobre el río Fuy, a la entrada de Choshuenco. Al cambiar del ripio al hormigón del puente, la fiel camioneta patinó tanto que temí por un segundo que nos fuéramos a desbarrancar.”¡Chucha!, parece que pinchamos”. No sólo eso, sino que el neumático, un escasísimo por esos lados 225/70 R15, estaba sencillamente destrozado. ¡Adiós barcaza!, no alcanzaríamos a llegar entes del embarque. “¿Y ahora, qué mierda hacemos?”. “No importa, sigamos y busquemos un lugar a este lado del lago donde pescar”, sentenció él. Sabiduría ante todo.

Finalmente, y previo paso por el pueblo de Neltume, a ver si por casualidad encontrábamos otro neumático de repuesto – lo que obviamente era tan posible como que en ese minuto se pusiera a llover renacuajos – llegamos a Puerto Fuy. Decidimos estacionar y caminar río abajo buscando lugares para (¡por fin!), dar un poco de agua a mis sedientas moscas.

Mediodía y ninguna captura. Las “infalibles” Woolly Bugger en cuanto color alguien pueda imaginar, no parecían ser del gusto de las esquivas habitantes del río Fuy. Tampoco las Zonker. Ni las Prince, ni las Alexandra, ni las Zug Bug. De las secas, ni soñarlo. Habíamos caminado ya unos buenos kilómetros bordeando el río por algunos senderos, que se interrumpían y había que volver al camino principal. Sacamos nuestras meriendas, unos espectaculares sandwiches preparados la noche anterior, y almorzamos comentando el gran escenario natural que teníamos ante nuestros ojos. El color turquesa de aquellas aguas es algo que muy pocas veces se tiene la oportunidad de ver, sobre todo en el caso de padre e hijo citadinos. Quizás deliberadamente, no hablamos de moscas, ni líneas, ni truchas. Sólo del paisaje, limpio como sólo puede ser cuando no se tiene la espesa masa de humo que graciosamente denominamos con la contracción angloparlante “smog”. Algo parecido, si se guardan las proporciones, al recuerdo de esa lejana tarde en la cumbre del Alvarado.

Volvimos a caminar. Llegamos a una especie de playa entre árboles y rocas, donde me introduje por enésima vez en el agua. ¿Qué mosca pongo?. Por algún motivo até al tippet, sin mucha fe, una bead head pheasant tail # 14, atada en una fría noche del invierno anterior. Esta mosca me ha dado ciertos resultados en pequeños esteros cercanos a nuestra capital. ¡Ahí estaba!, tras algunos lanzamientos, una pequeña, pero sana y vigorosa arcoiris, se prendió del anzuelo. No más de 300 gramos, pero a esa altura la sentí como todo un trofeo.

Tarea hecha. En otras circunstancias hubiera insistido hasta el anochecer, pero sintiéndome satisfecho por la captura lograda, y especialmente por la cara de orgullo y admiración de mi progenitor al observar la profunda alegría que tan diminuto animal me provocaba mientras retornaba sana y salva a su medio natural, procedí a guardar mi equipo y preparar la mochila.

La caminata de vuelta, llena de alegres recuerdos y anécdotas familiares que nada tenían que ver con lo vivido recientemente, se me hizo corta. Sólo a mí; no a él, que conforme caminábamos me pedía que avanzáramos más lentamente. “Recuerda que tengo veinticinco años más que tú”, me dijo en un momento. Recién en entonces descubrí que aquel había sido un día perfecto, el mejor día de pesca de mi vida. El círculo se cerraba, simbolizado este fin de ciclo cuando debí extenderle mi mano para trepar hacia el camino. “La ley de la vida”, dirán algunos, en otro típico lugar común.

En efecto, entendí que la vida pasa para todos, incluso para mi padre, a quien siempre vi como un superhéroe. Incluso para mí, que seguramente algún día requeriré de la mano de mi hijo para llegar a destino. Al llegar a nuestro hogar transitorio, estreché entre mis brazos a Matías, que parecía no comprender la lágrima que cayó sobre su rostro. En algunos años más, estoy seguro, lo sabrá.


Nota: Las fotos son sólo referenciales. Lamentablemente, no quedó registro gráfico de esa salida.

Saturday, April 08, 2006

El crimen del reverendo

Alice Lidell. Fotografiada por Charles L. Dodgson.

“When I use a word,”' Humpty Dumpty said in rather a scornful tone, “it means just what I choose it to mean--neither more nor less.”
(“Through the looking glass”, Cap. 6)


Cuando el Reverendo Charles L. Dodgson pidió la mano de Miss Lidell, él tenía 32 años y su pretendida contaba sólo 13 años de edad. La familia de ella se negó a la unión. Un hecho que podría pasar desapercibido en la historia, si no fuera por el magnífico testimonio que dejó a la humanidad el Reverendo Dodgson, más conocido en ese entonces por sus contribuciones a las matemáticas que por el seudónimo con que hoy es mundialmente famoso gracias la novela que dedicó a su amada Miss Alice Lidell, escrita dos o tres años antes de ese rechazo.

“Do – Do- Dodgson”, solía presentarse torpemente ante la solapada burla de sus interlocutores. Le gustaba reírse de sí mismo. Era lo que hacía durante los paseos en bote junto a Alice y su hermana Edith, entonces apenas unas niñas que no alcanzaban los diez años. Fue así como, entre su autoironía y un extraño sentimiento por la pequeña, fue construyendo historias que contaba a ellas en aquellas tardes soleadas remando calmadamente. Historias en las que –cómo no– Alice era protagonista. Y el “Do – Dodgson” quedó inmortalizado en la forma de un plumífero que acompaña uno de los episodios.

Charles L. Dodgson se enamoró profundamente de esa niña que reía sin parar con sus ocurrencias. No se sabe si fue correspondido alguna vez. No se sabe exactamente qué dimensión pudo tener esa relación. Sí se coincide en que a partir de entonces, Dodgson fue siempre conocido como un “excéntico” por sus extrañas amistades con menores, a quienes además frecuentemente fotografiaba con pocas ropas. Hoy más de alguien lo podría acusar de abusos deshonestos, con mucha razón. Con algo de seguridad se podría decir que lo suyo, más que pecado (que de eso sabía, no cabe duda), en nuestros días sería considerado un crimen.

Pero la perfección del crimen del reverendo, más conocido en la actualidad -como se dijo- por el seudónimo de Lewis Carroll, no estuvo en un acceso carnal del que no se tiene certeza (y de hecho muy poco probable), sino en lograr que la pequeña Alice Lidell nunca envejeciera. Ella vive hasta nuestros días (ciento cuarenta años después) como la pequeña y curiosa Alicia que se sorprende con el sombrerero, la oruga o la reina de corazones, en un lejano País de las Maravillas.
También hay quienes afirman que Carroll no fue otro que el mismísimo Jack el destripador (A propósito de crímenes perfectos). Pero eso es otra historia.